miércoles, 26 de junio de 2013

LA COMPLEJA EXPERIENCIA DE ENAMORARSE DE UN MÚSICO.

POR LEO MARCAZZOLO


Ella lo miraba desde la primera fila, atenta a todos sus detalles, esperándolo pacientemente. Porque en el fondo sabía que, tarde o temprano, bajaría del escenario y le dedicaría una canción.

John Lennon siempre dijo que desde que empezó a componer y tocar la guitarra, comenzaron a lloverle las chicas, a caerle a borbotones, como ranas arrojadas del cielo. Como también lo han dicho la mayoría de los músicos que se han subido alguna vez a un escenario. Al parecer algo pasa con los escenarios. Las mujeres, frente a ellos, simplemente nos extraviamos. Extraviamos el hilo que nos sujeta.

El mundo del músico es lo que más nos alucina. El humo. Las guitarras, la batería, y todo el despliegue. El mundo del músico, y todo su peligro. El sujeto tocando un instrumento como un animal feroz. Aunque ese mismo animal puede estar pitiado, y ni siquiera vale la pena acercarse ni vivir el cliché de la canción bonita. Porque en ese mismo momento hay que escapar, como un pequeño roedor salvaje desde uno de sus más intrincados laberintos.

Como debió haberlo hecho la gringa la primera vez que lo vio. Esa vez en que se enamoró del animal en serio, en que no le hizo caso a nadie, en que sólo terminó escuchándose débilmente en su laberinto. La primera vez que lo vio fue actuando en una sala pequeña. En una de esas salas de atmósfera oscura que parecen mordisqueadas por el mal vivir de un Santiago oscuro. Allí él oficiaba de baterista. Detrás de todo el resto de la banda, se encontraba sumergido entre sus ruidos. Con los ojos pequeños y alineados. Así la miraba a ella. Casi como un zombi a punto de dormirse, como una imagen difusa tocando los palos de un tambor. Se veía pequeño, frágil y sabio con sus tatuajes de serpientes.

La gringa entendió –de inmediato– que podía ser músico "reconocido" por su infinidad de tatuajes de serpientes. Le atrajeron sus figuras grabadas. En especial las más pequeñas, las que estaban grabadas entre sus músculos.

Ella lo miraba desde la primera fila, atenta a todos sus detalles, esperándolo pacientemente. Ella venía de un pequeño pueblo de áridos desiertos y nombre impronunciable. Y por lo mismo creía que lo mejor para "divertirse" era conocerlo. Porque en el fondo sabía que, tarde o temprano, bajaría del escenario y le dedicaría una canción a ella. Al oído. Quizás esa misma noche, pero en otro momento. La gringa sólo quería despejarlo de aquella nube y llevárselo en su bolsillo. Casi colgado, como otro souvenir más en su maleta. O al menos eso era lo que planeaba ella, que nunca alcanzó a conocerlo realmente, que nunca llegó a desenrollar realmente su madeja.

Porque aunque esa misma noche lo invitó a su cama –y permaneció por largas horas escudriñándole cada una de sus facciones antes de dormirse– lo único cierto fue que nunca, ni en esa ni en otra madrugada, lograría entenderlo cabalmente.

Ni esa noche, ni ninguna del resto de los noventa días que permanecerían juntos. Porque su relación, al igual que una película, duró exactamente 90 días. Noventa días en que la gringa no cesó –en ningún minuto– de devanarse los sesos para entenderlo.

Quizás habría sido más fácil buscarse otro, pero ella lo prefirió a él. Prefirió el castigo. Prefirió al baterista. Al artista pitiado que asomaba su nariz al mundo. Que asombraba al mundo con sus gestos de demencia, con eso de perderse por días antes de poder hallarle, con eso de quedarse catatónico por horas antes de poder hablarle.

Y lo hacía sólo por el gusto de querer hacerlo. Sólo por el gusto de querer enganchar aún más a la gringa, que andaba desorientada. Porque la gringa no entendía nada; sólo entendía que todo lo que a ella no le "entraba en la cabeza", pasaba a la categoría del "misterio". Y el "misterio", sencillamente, la mataba. Esas fases en que el baterista entraba –y que después definía tan vagamente como "etapas de melancolía"– a ella la dejaban pésimo. Tan frágil como las tiritas de su vestido.

Y es que la melancolía, según ella, simplemente no se podía dar así. No se podía programar así. Nadie podía decir de un momento a otro que estaba melancólico. Nadie podía de un momento a otro simplemente congelarse. Eso era lo que a ella la dejaba mal.

Eso fue lo que a ella finalmente la llevó a partir, a dejar Santiago antes de cumplir la totalidad de su año de intercambio, dejando tras de sí sólo su ausencia y el olor a madera vieja de su clóset vacío. Porque lejos lo que más le dolió después al baterista fue encontrarse esa mañana con la imagen desgarradora de su clóset vacío. La imagen sólo significaba una cosa, y esa era desolación.


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